El Transmongol -el ramal del Transiberiano que va de Moscú a Beijing cruzando Mongolia- cruzó la frontera con China muuuuy lentamente. No solo por las típicas labores aduaneras, sino porque el ancho de vía es diferente y tienen que retirar, uno a uno, todos los bogies del tren (una pasada lo que sé yo de trenes, por qué será) y sustituirlos por otros con ancho de vía chino. Las grúas levantaron cada uno de los coches tan suavemente que ni lo notamos. Así, normal que la operación durara varias horas.
Pero llegamos a Beijing, que era lo importante. La ciudad nos recibió con un tiempo otoñal estupendo, de esos soleados, claros, sin excesivo calor. ¡Fuera jerseys, vengan las sandalias! Sin la presión de ver todos y cada uno de los monumentos de Beijing, ciudad que ambos ya habíamos visitado con anterioridad (mi primera vez nada menos que en 1991, no os podéis imaginar lo que ha cambiado), nos dedicamos a pasear por sus hutongs (esas estrechas callejuelas de barrio tan características de Beijing y, desgraciadamente, en fase de desaparición por aquello del progreso), recorrer en bici sus enormes y arboladas avenidas, hacer algún recado, visitar algún punto turístico y poco más. Un gusto.