El viaje desde Donosti hasta Islamabad duró unas 25 horas, con largas escalas en Amsterdam y Dubai. El taxi que nos llevó hasta el alojamiento que habíamos reservado en Islamabad se caía a pedazos. Estaba amaneciendo y parte del trayecto transcurrió por unos barrios pobres y sucios, que, sin el bullicio que a buen seguro habría más tarde, daban pena y bastante grima. Llegados a destino, el edificio en donde se encontraba el hostal, no sabemos si a medio construir o simplemente medio derruido, no habría desentonado en los peores años de la guerra en Beirut. Tras dejar nuestras mochilas, salimos a comer algo y cada chiringo/restaurante estaba más sucio que el anterior. Mientras todo esto ocurría, una sonriente amiga nos enviaba fotos desde la piscina infinita de su hotel de cinco estrellas de Lanzarote, seguramente con un daiquiri en la mano. Bego soltó un sonoro y sentido "¡pero que c*****s hacemos aquí!" y tuvimos una pequeña crisis viajero-existencial.
Cualquier sufrido viajero que, como nosotros y como atestigua este blog, haya sufrido mil y una incomodidades, penalidades y experiencias "vaya-vaya" por esos mundos, habrá tenido crisis del tipo "qué se me ha perdido a mí en este lugar".
Pero no nos vamos a engañar: los sitios "auténticos" están por definición lejos de las rutas turísticas y cuesta llegar a ellos. El consabido "no pain, no gain", que dicen los gringos. Y, de todas formas y como cualquiera que haya hecho la mili (no es mi caso) te dirá, solo se recuerdan los buenos momentos y lo demás desaparece por gracia de esa memoria selectiva tan práctica para convencernos de lo estupenda que ha sido nuestra vida.
Intuyo que así recordaremos Pakistán, lleno de buenos momentos, gentes simpáticas y hospitalarias y paisajes de quitar el hipo, absolutamente espectaculares. Suena todo a folleto turístico, pero en pocos lugares es más verdad que en este país. Desde luego, hay que olvidarse de todos esos prejuicios que escuchamos en Occidente, por los que todo pakistaní es un yihadista y un terrorista. Haberlos haylos, claro, pero la gran mayoría de la gente es agradable y muy hospitalaria.
Si la India es a menudo descrita como un accidente geográfico unido por su amor al cricket, los pakistanís -un conjunto de gentes cada uno de su padre y de su madre, con todo tipo de rasgos, color de ojos, de piel, setenta y tantas lenguas locales, costumbres recibidas de los afganos unos, de los árabes otros, con climas polares al norte y tropicales al sur y, en fin, tan diferentes entre sí como lo pueden ser noruegos y bosquimanos- dicen que lo que les une es su pertenencia al Islam. No en vano su nombre oficial es la República Islámica de Pakistán, poblada en su gran mayoría por suníes.
En efecto, el Islam es omnipresente en Pakistán, pero no tanto como en otros destinos musulmanes como Irán, Arabia Saudí y Omán, en donde en cada esquina había un mezquita o una madrasa y los muecines no dejaban de cantar las grandezas de Alá. En Pakistán la religión está por todas partes, pero tal vez de una manera menos avasalladora.
El vuelo que nos tenía que llevar desde Islamabad a Gilgit el mismo día de nuestra llegada al país lo habían cambiado de horario y ello nos obligó a pasar un día en la no especialmente atractiva capital de Pakistán. Nos vino bien para cortar el viaje y "aterrizar" en el país, pero hubiéramos preferido ir directamente a Gilgit.
En los siete días previos al nuestro, los vuelos a Gilgit habían sido cancelados, así que teníamos un plan B en caso de que con nuestro vuelo también ocurriera lo mismo. Un plan absolutamente maravilloso: 12-18 horas de bus paquistaní por carreteras deficientes, carreteras que podían sufrir cortes en cualquier momento por los muy frecuentes desprendimientos de las montañas (como de hecho, así ocurrió). Los tiempos y los horarios, a diferencia del espacio entre los asientos, son flexibles en esta parte del mundo.
Pero tuvimos suerte, el tiempo acompañó y tuvimos un vuelo con unas vistas dignas de la National Geographic, con el piloto comentando los paisajes que se nos iban presentando por la ventanilla. El tan manido "espectacular" se queda muy corto para lo que nuestros asombrados ojos veían al otro lado de la ventanilla. Recordemos que es justo al sur de Gilgit donde se juntan tres enormes cadenas de montaña: Himalaya (con su último gran pico, el Nanga Parbat de 8.128m, cerrando la cordillera y claramente visible desde el avión), Karakorum y Hindu Kush. Será por montañas.
Gilgit, encerrada en un profundo valle, nos saludó con unos 35° y un sol abrasador. En esta ciudad teníamos que recoger las motos que habíamos reservado en Gilgit Bikers: dos flamantes (es un decir) Suzukis GS 150. En las dos letras (GS), el tener dos ruedas y un manillar y poco más se termina el parecido entre estas Suzukis y mi (también flamante) BMW 1250 GS. Pequeñas, poca potencia, pobre suspensión, frenos justitos, sillín incómodo y, casi lo peor, todas las marchas hacia abajo, lo cual hace que gracias a los automatismos adquiridos tras tantos años sobre una moto con los cambios comme-il-faut, en lugar de poner una marcha larga realmente estás reduciendo marcha... Pero estas son supuestamente las motos más populares de Pakistán (tras la omnipresente y un poco menos potente Honda 125), con un motor suave, muy probado y de confianza. Y eso es lo que queríamos: unas motos ligeras y fáciles de manejar, tan resistentes que pudieran llegar a cualquier lugar y que en todos los pueblos y ciudades hubiera un taller capaz de repararlas. No se trataba tanto de un viaje motero con la mochila como equipaje como de un viaje mochilero con la moto como medio de transporte, y en ese sentido las motos cumplieron sobradamente. Las únicas incidencias a pesar de la tortura a la que las hemos sometido, han sido bastantes pinchazos, pero siempre hemos podido repararlas sin problema.
Un pequeño detalle al respecto de las motos: Bego llevaba más de veinte años sin manejar una (bueno, llevó brevemente una moto en Bali hace unos meses conmigo de paquete y casi me quedo sin pie). Pakistán no se distingue precisamente por la calidad de sus "carreteras", ni por la de sus conductores (ya sabéis lo de "might is right": autobuseros y camioneros ni siquiera perciben a moteros o ciclistas); y, para más inri, herederos de bárbaras costumbres inglesas, conducen por el lado "incorrecto" de la carretera. Además, buena parte del recorrido transcurrió por caminos, muchos de ellos infames, con piedra suelta, arena y potentes cuestas. Así que, ¿qué podía salir mal?
Pues nada salió mal. Bego cumplió con sobresaliente la experiencia motera, sin percances dignos de mención ni más sustos que alguna caída sin consecuencias (como, sin ir más lejos, también sufrió un servidor).
Por cierto, solo hemos visto tres mujeres conduciendo una moto pakistaní en un mes en Pakistán: una guía rusa, una turista belga y Bego. Normal que la gente se girara asombrada al ver a Bego en moto.
Está claro que ir en moto por este país tiene su aquel, pero la libertad que te da y lo fácil que es moverse con ella (es el medio de transporte por excelencia en Pakistán) son un gustazo. Nuestro plan era hacer tres bucles desde Gilgit: uno que nos llevara hacia el este hasta casi la frontera con India por los Himalayas; otro hacia el norte que nos acercara a China por la cordillera Karakorum; y un tercer bucle hacia el oeste y, posteriormente, al sur que nos aproximara a Afganistán por el macizo Hindu Kush.
El primer destino fue Fairy Meadows, a unos 80 km de Gilgit. A los 20 km de salir de Gilgit tuve ya el primer pinchazo (realmente no fue un pinchazo sino que se había roto la cámara, mal colocada), algo que nos hizo temer lo peor sobre nuestras motos, las carreteras y nuestra capacidad de avanzar. Sin embargo, nos mostró lo mejor de Pakistán: a los pocos minutos pasó alguien en coche, preguntó si necesitábamos ayuda, se acercó al siguiente pueblo, desde donde organizó un transporte para venir a recogernos, llevar la moto a un taller y arreglarla. En Pakistán siempre hay alguien dispuesto a ayudar y un taller cercano, y así lo que podía haber supuesto un problemón, se convirtió en una experiencia positiva, que nos puso en contacto con gente, nos permitió charlar con ellos y saber algo más de su día a día.
Fairy Meadows es el punto de partida de un pequeño trek para ir al campo base del antes mencionado Nanga Parbat. Aunque las vistas de las montañas y los glaciares son una pasada, casi lo más reseñable es el trayecto de unas dos horas en jeep desde donde uno está obligado a dejar la moto hasta Fairy Point. Ninguno de los dos -y algo hemos viajado- recordamos un trayecto más peliagudo que esos 13-15 km de jeep: un camino atroz, lleno de rocas, arena y obstáculos varios, con la anchura justa para un jeep (aunque después siempre encontraban espacio para dos vehículos allá donde se cruzaban) y unos barrancos sin fondo y de muerte segura en caso de caída que, en fin, mejor no recordarlos.
El resto de las carreteras del norte, sin ser tan "dramáticas" como la mencionada, son absolutamente majestuosas, cada curva te muestra una montaña más alta que la anterior, un valle más profundo, un río más caudaloso (¡cuánta agua por todas partes!), un pueblo/oasis más exuberante, incrustado en un paisaje yermo y pedregoso, casi lunar.
Por una de esas impresionantes carreteras fuimos hasta Astore y desde ahí hasta Skardu, a través del parque nacional de la meseta Deosai (entrada al parque de 20 USD por cabeza), supuestamente la segunda meseta más alta del mundo, con no menos de 4.000 m de altura. Buena parte de los 100 km recorridos ese día fueron off-road y, especialmente el tramo final de pronunciado descenso hasta Skardu cuajado de infinitas montañas, un regalo para la vista.
Skardu, una ciudad de unos 200.000 habitantes junto al río Indo y en un valle rodeado de imponentes montañas que ofrecen magníficas excursiones, se está convirtiendo en un popular destino turístico. Popular a nivel pakistaní, claro; no es Benidorm. Ayuda también a esa popularidad que su aeropuerto, a diferencia del de Gilgit, funciona diariamente y no suele cancelar sus vuelos.
Las poblaciones pakistanís son bastante caóticas: calles sin asfaltar, sucias, tráfico desordenado, sin orden en la urbanización, edificios de diferentes formas y tamaños,... Nada tiene que ver una población de 200.000 habitantes en Pakistán o en Europa. Pero, si fuera todo igual, ¿qué sentido tendría viajar?
La carretera desde Skardu hasta Khaplu sigue el curso de los caudalosísimos ríos Indo y Shyok, en algunos tramos desbordados tras las recientes lluvias y el rápido derretimiento de los glaciares. Me repito, pero todo era de postal, tanto por el paisaje como por el paisanaje. En el norte de Pakistán agosto es el tiempo de la recogida de albaricoques y la siega del trigo, los pueblos están llenos de actividad y de color, las mujeres visten sus ropas tradicionales y son ellas, como siempre, las que van cargadas de cestas y fardos. Resulta difícil no parar a cada metro para sacar otra foto o quedarse embobado mirando la estampa.
De Khaplu a Hushe el camino se complica y aparece el off-road de verdad, con potentes cuestas llenas de piedra suelta, arena (a veces tan fina que parece talco), riachuelos, todo ello amenizado por la proximidad de profundos precipicios sobre ríos de aguas turbulentas. Un despiste y adiós: apareces unos cuantos cientos de kilómetros río abajo, cerca de Karachi. Glups.
Hushe es el punto de partida o de llegada para muchas ascensiones importantes (como el K2 o el Masherbrum) o treks (como el del Baltoro, el glaciar Gondogoro, los campos base del K6, K7, etc.). A nosotros nos pedía el cuerpo un poco de descanso, así que hicimos un precioso trek a Humbrok, un par de paseos por la zona y poco más.
Nos alojamos en el refugio de Hushe o Hushé, construido y mantenido gracias a la cooperación española, liderada por la Asociación Sarabastall y el programa de RTVE "Al filo de lo imposible". Probablemente por eso llegue tanto español al lugar (un día coincidimos en el refugio con un grupo de 22 españoles y al día siguiente otro de 16) y algunos lugareños sepan algunas frases en castellano, frases que mejor no plasmo en este blog, que puede haber niños.
Desandamos lo andado, nuevamente embobados por los paisajes y sus gentes y, tras una noche en Skardu, visitamos el lago Kachura, que ya no es un lago alpino de desbordante naturaleza, sino un centro turístico excesivamente desarrollado. A evitar.
La carretera de Skardu a Gilgit -construida entre un imponente río Indo y unas no menos impotentes e inestables montañas- es otra más de esas obras de ingeniería que te dejan sin palabras. Se dice que los chinos habían ganado un contrato para construir la carretera con un cierto número de túneles. El contrato fue entonces adjudicado a los militares pakistanís por el mismo monto, pero éstos se olvidaron de construir los túneles. Imagino que alguien se embolsó la diferencia en costes. En esta región, cuajada de inmensas montañas amenizadas por esporádicos terremotos y regulares lluvias monzónicas, ello implica que muchos tramos de carretera quedan inutilizados cada dos por tres, por la cantidad de derrumbamientos que hay. El asfalto está sembrado de agujeros, provocados por los enooooooormes pedruscos que regularmente caen sobre ella. Eso cuando no es la carretera en sí la que se derrumba hasta el río. Total, construyen una carretera y antes de terminarla ya empieza a desmoronarse... Pobres pakistanís, lo de Sísifo es un juego de niños a su lado.
Como inciso, a nadie le sorprenderá la afirmación de que el ejército pakistaní es todopoderoso y omnipresente. Varias personas nos dijeron que el ejército gestiona el 80% del presupuesto nacional (extremo que no he contrastado, pero que sí intuyo posible), con negocios en todos los sectores (construcción, turismo, comercio,...) y mucha corrupción. Supuestamente, el expresidente y héroe popular Imran Khan (una leyenda viva del cricket pakistaní) está en la cárcel por oponerse a ellos,... La gente nos dijo abiertamente que odiaba a los militares, mientras aseguraban que son el auténtico problema del país, lo que los mantiene pobres.
Desde Gilgit tomamos nuevamente la famosa Karakorum Highway, pero esta vez en dirección nordeste, hacia la frontera china. Fuimos del tirón hasta Passu, por una carretera (a unos 2000 m de altura) que te regalaba espectáculos como el Rakaposhi (a 7788 m) delante de tus narices o el lago Attabad, una enorme reserva de agua creada por el derrumbamiento de una pedazo montaña en 2010. El derrumbamiento, además de crear el lago, obligó a construir una serie de puentes y túneles que suman 24 km. Los túneles (algunos de más de 3 km de longitud) tienen sistemas de iluminación... pero no estaban iluminados, porque el dinero para el combustible del generador desaparece regularmente por el camino... No resulta muy tranquilizador conducir con los muy débiles faros de nuestras motos por esos túneles tan oscuros, en los que uno no sabe muy bien qué esperar de la calzada... y de los otros conductores.
Desde Passu hicimos una excursión a los glaciares de Passu y Baltura, conocimos el lago Baltit, el puente de Husseini y recorrimos otro tramo de la carretera del Karakorum hasta Sost, la última población de entidad antes de la frontera con China. El seguir hasta la misma frontera implicaba el pago de 20-40$/pax (hay diferentes versiones) y nos dijimos que para qué.
De nuevo en dirección sur, Karimabad, capital del valle de Hunza, es parada obligatoria para visitar las fortalezas de Baltit y Altit, comer algo rico en alguno de sus numerosos restaurantes y, gracias a la flexibilidad que ofrece la moto, seguir camino a pueblos algo menos turísticos.
La comida pakistaní, muy centrada en la carne, aunque también ofrece platos como el daal mash (lentejas), curries, arroz, etc. es, cuando menos en la montaña, más limitada y nos atrae menos que la gastronomía india, aunque seguramente no le habremos dado todas las oportunidades que merece.
Desde la cercana Minapin acometimos la excursión hasta el campo base del Rakaposhi, alucinando tanto con las vistas del pico como con los imponentes glaciares. Qué pequeño se siente uno en estos lugares.
De camino, una vez más, a Gilgit, nos desviamos hacia el valle de Naltar y sus lagos multicolores, una zona de esparcimiento para escapar de los calores estivales de Gilgit y que hasta tiene una minúscula estación de esquí. Durante nuestra visita vimos una competición de esquiadores (es un decir) con esquís de ruedas.
Tras nuestra tercera estancia en Gilgit en el agradable Madina 2 Hotel, esta vez tocaba ir hacia el oeste, siguiendo la cordillera del Hindu Kush. Las motos seguían superando sin sobresaltos esas carreteras llenas de polvo y piedras, mientras el calor del camino era mitigado por la brisa motera y por el agua pulverizada que permanece en suspensión en las zonas de rápidos de los ríos. Bueno, y también por alguna que otra tormenta bíblica. Una en concreto, aunque nos pilló guarecidos pues llevaba anunciándose un buen rato, derrumbó media montaña junto a un pueblo cuyos habitantes tuvieron que abandonarlo con lo puesto y cruzar un puente sobre un crecidísimo río, para ponerse a salvo. Por una vez pudimos ver a todos los habitantes de una aldea, todas esas mujeres y niños que rara vez salen de sus casas. Aunque los corrimientos de tierra soslayaron la mayor parte del pueblo, sí que se llevaron algún edificio y dejaron la carretera llena de barro y cortada hasta que viniera la excavadora. Eso nos obligó a dar media vuelta y -tras reparar un pinchazo- a pernoctar en el pueblo cercano de Ghizer.
La ruta hasta Chitral vía Gahkuch, Phander y Mastuj, nos llevó por los mismos derroteros de paisajes espectaculares, valles yermos y montañas pedregosas, jalonadas aquí y allá con bellos y animados pueblos en oasis junto a ríos bravos, pasos de montaña como el Shandur Pass (3.800 m) y eventos de lluvia monzónica. Estas lluvias crearon algún que otro desprendimiento sobre la infame carretera, un camino de cabras con 400 km en obras desde hace varios años y sin visos de finalizar en breve. Pobre gente.
Además de disfrutar de la belleza del paisaje y de sus gentes, este trayecto nos llevó hasta los valles Kalash (Bumburet, Rumbur, Birir). Es esta una región a pocos kilómetros de Afganistán, poblada por un grupo étnico diferente a todos los que los rodean, a mitad de camino entre el monoteísmo y el animismo, y que en esos días celebraban el festival Uchaw. Aunque los kalash están siendo influenciados por los musulmanes, mantienen su cultura y sus tradiciones y sus festivales son un derroche de color... aunque me temo que la música y los bailes no sean para echar cohetes. Estos festivales (creo recordar que hay cuatro al año en diferentes épocas) atraen a un buen número de turistas locales y extranjeros, pero eso no les resta atractivo.
Uno de los mayores contrastes de estos valles lo personalizan las mujeres. Las mujeres kalash visten con trajes de vivos colores, muestran su cara y hablan con lugareños y extranjeros con naturalidad. Mientras tanto, la cercanía de la frontera afgana y una población eminentemente pastún -sean refugiados afganos o pastunes pakistanís- hace que la mayoría de las mujeres no kalash vistan con burkas y vean el mundo a través de una rejilla, como en una cárcel portátil...
De camino al siguiente destino, la ciudad de Peshawar, decidimos desviarnos ligeramente al monasterio budista de Takht-i-Bahi. En mala hora. No por el monasterio en sí, que está bien, sino porque la policía ahí presente decidió que, desde ese momento, nosotros estábamos bajo su protección y teníamos que ir con escolta allá a donde fuéramos. Es cierto que la provincia hace frontera con Afganistán y que la región nunca es 100% segura, pero pensamos que escoltados por policías con luces y sirenas uno llama más la atención que en una moto como cualquier lugareño. En fin. Fuimos escoltados desde Takht-i-Bahi hasta Peshawar por las diferentes policías locales, que hacían intercambio de camionetas de policía cada vez que cambiábamos de distrito policial. La parte positiva es que las sirenas nos abrían el camino hacia una ciudad de más de tres millones de habitantes con un tráfico bastante caótico. Cuando las sirenas eran ignoradas, el copiloto repartía potentes bastonazos a vehículos y a sus conductores mientras a buen seguro los insultaba sonoramente, todo lo cual finalmente nos dejaban expedito el camino. Una de las últimas postas fueron cuatro policías en un par de motos. Ninguno llevaba casco, claro, a lo sumo un turbante, y su uniforme había sido sustituido por camisetas rotuladas con un "no fear" o similar. Muy poco marcial si no fuera porque, en todo momento, las pistolas y los fusiles estaban en sus manos, preparados para disparar.
A la policía no le bastó con depositarnos sanos y salvos en nuestro hotel en Peshawar. Una vez en la ciudad salimos a cenar y obligatoriamente tuvimos que ser acompañados por tres policías armados, que además se sentaron en la mesa de al lado para cuidarnos de todo mal. La ida al restaurante la hicimos caminando, a lo que no se opusieron del todo pero que claramente no les hizo mucha gracia; la vuelta la hicimos en furgón policial a toda velocidad y con la sirena a todo trapo. Por cierto, que para que quedara constancia de que los turistas -esto es, nosotros- habíamos sido transferidos sin mácula bien a la policía, bien al hotel, tanto los polis como el de recepción nos sacaban fotos en el momento de la "entrega".
Desgraciadamente no terminaron ahí nuestros encuentros policiales. Al día siguiente la comunidad chií celebraba una festividad similar a nuestro año nuevo y Peshawar estaba en alerta. Eso implicaba que buena parte de la ciudad estaba cerrada para los extranjeros. Bueno, para los extranjeros alojados en determinados hoteles, pues un viajero español nos dijo que ese día fue en bus desde Islamabad para pasar el día en Peshawar y se paseó por la ciudad sin escoltas ni percance alguno. Ante la perspectiva de tener que pasear por zonas en las afueras e la ciudad y de interés limitado para nosotros acompañados por tres o más policías armados decidimos abandonar Peshawar. Lo que no suponíamos es que la policía iba a obligarnos a seguir con la escolta y no solamente hasta dejar la ciudad, sino hasta nuestro destino en Islamabad. No sirvieron de nada nuestros ruegos y razonamientos para que nos dejaran en paz: órdenes son órdenes, nosotros éramos sus invitados, lo hacían por nuestro bien y seguridad,... Y es que además los polis eran majos, sonrientes y generosos, así que no quedó otra que aguantar.
Paramos a dormir en un hotel ya cercano a la capital... y al día siguiente ahí estaba nuevamente la policía para velar por nuestra seguridad, mientras llovía torrencialmente. Paciencia.
Como habíamos decidido abandonar Peshawar antes de lo esperado, dedicamos los últimos días a una Islamabad que, como ya decía al principio de esta entrada, no tiene excesivos atractivos turísticos. Alimentamos el alma en la impresionante mezquita Faisal, la curiosidad con visitas a mercados y centros comerciales, y el cuerpo con visitas a unos cuantos restaurantes, de los que Islamabad está bien surtida. Las motos las devolvimos sin problema alguno a un par de chavales que las tenían que conducir hasta Gilgit y no quedó más tiempo que para ir al aeropuerto y decirnos que en el futuro habrá que volver a este estupendo país.
Un abrazo
Pues eso, 2.272,9 kms, en la bici hubieran sido la mitad? |
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